Transcurridos dos años desde el comienzo de la crisis las explicaciones de lo ocurrido continúan hegemonizadas por un contrapunto entre neoliberales y keynesianos. Los economistas ortodoxos cuestionan la osadía de los banqueros, los desaciertos de los gobiernos y la irresponsabilidad de los deudores. Los heterodoxos objetan el descontrol oficial, la tolerancia de la especulación y la ausencia de regulaciones financieras. Frente a esta argumentación comienza a ganar espacio otra interpretación de raíz marxista, que atribuye la convulsión a desequilibrios intrínsecos del capitalismo.
APETENCIAS E INTERFERENCIAS
Los neoliberales (Gary Becker, Alan Greenspan) repiten su libreto cómo si nada hubiera ocurrido. Presentan la crisis como un accidente pasajero, que no debería alterar el reinado de los financistas. Reconocen que el terremoto obliga a reconsiderar las supervisiones oficiales a los bancos, pero se oponen a eliminar las desregulaciones de los últimos años.
Lo que no pueden explicar es su fervoroso apoyo al socorro estatal que recibieron las entidades. Es evidente que ese auxilio contraría todas las prédicas a favor de la competencia y el riesgo. A veces argumentan que las instituciones financieras suministran dinero a toda la sociedad y deben ser preservadas con los fondos públicos.
Pero si requieren ese sostén pierden validez todas las alabanzas a la empresa privada. Los bancos constituyen el pilar de un sistema que los neoliberales consideran virtuoso y auto-suficiente. Con esas cualidades deberían poder afrontar las situaciones críticas sin ningún auxilio externo. En esas circunstancias y no durante el ciclo normal de los negocios se pone a prueba la consistencia del capitalismo.
Los economistas ortodoxos eximen a los banqueros de toda responsabilidad. Atribuyen la crisis a los efectos ocasionados por las políticas oficiales de abaratamiento del crédito, que estimularon el otorgamiento de préstamos a clientes insolventes. Pero en un contexto de bajas tasas de interés, los financistas podrían haber orientado sus colocaciones hacia otros destinos. No montaron la burbuja inmobiliaria por presiones oficiales, sino por el alto rendimiento que prometía ese negocio. Sólo reconocieron la existencia de un problema, cuándo la morosidad de esos créditos desató el quebranto de los bancos.
Ahora convierten a las víctimas en culpables del desplome. Los pequeños deudores que padecen el desalojo de sus viviendas son acusados de comportamiento irresponsable. Los neoliberales encubren las estafas cometidas por los banqueros, pero cuestionan a las familias empobrecidas que tomaron préstamos por simple necesidad de alojamiento.
Esta acusación es coherente con su restrictivo análisis de la crisis, en función de las conductas individuales. Utilizando ese parámetro consideran que los banqueros actuaron con excesiva confianza y se dejaron arrastrar por la codicia. No registran cuán absurdo es reclamar moderación en la actividad más competitiva del capitalismo. Las reglas de juego que rigen en ese ámbito habitualmente premian al aventurero y castigan al cauteloso.
La propia dinámica de la concurrencia por manejar los nichos más rentables del mercado empujó a los financistas a tomar los riesgos que provocaron el colapso. Los neoliberales que elogiaron a los apostadores en el auge, despotrican ahora contra la desmesura.
En sus caracterizaciones de la crisis focalizan todos los inconvenientes, en la inclinación psicológica de los financistas a tomar riesgos sin evaluar las consecuencias. Pero omiten el condicionamiento objetivo de esta actitud, que impone la vigencia de ciclos ascendentes y descendentes de los negocios. Siguiendo estas fluctuaciones los banqueros están forzados a valorizar su inversión, con iniciativas que tarde o temprano desembocan en un crack general.
Las explicaciones neoliberales incurren en incontables contrasentidos. Afirman que las señales de alarma fueron desoídas durante la euforia irracional de los últimos años y consideran que una retirada a tiempo, podría haber evitado el descalabro. Pero esa obviedad olvida que los desmoronamientos no son acontecimientos arbitrarios o evitables. Estos desplomes forman parte de la reorganización periódica que rige al capitalismo.
Los ortodoxos se arrepienten por el deslumbramiento que tuvieron con los sofisticados instrumentos de intermediación, para evaluar los riesgos financieros. Primero elogiaron la fiabilidad de estos mecanismos, pero ahora estiman que los swaps, los derivados y los seguros de cobertura convirtieron a la gestión del crédito en un laberinto inmanejable.
Es evidente que estos complejos programas -diseñados en Wall Street por expertos matemáticos- no permitieron ponderar de manera efectiva el riesgo y se tornaron indescifrables para los propios banqueros.
Pero el problema no radica en la falta de transparencia de la información aportada por esas herramientas, sino en las decisiones que adoptaron los financistas en un marco de concurrencia despiadada. Aunque los banqueros perciban las señales de riesgo no pueden valorarlas en forma adecuada, cuándo están inmersos en fuertes pugnas por el manejo rentable de las carteras.
La regla del beneficio creciente les impide adoptar en el momento adecuado la actitud conservadora, que todos aplauden a posteriori. Lo que parece racional luego del estallido es desechado con antelación, para no perder oportunidades de ganancias.
Pero lo peor no es el reconocimiento de este desacierto, sino la decisión de descargar las traumáticas consecuencias del desastre actual sobre los trabajadores y los desocupados. La principal función de la prédica neoliberal es justificar esta transferencia del costo de la crisis a los desamparados. Sus teorías sólo apuntan a proteger los privilegios de los acaudalados.
FRAUDES Y SUPERVISIONES
Los keynesianos (Paul Krugman, Joseph Stiglitz, George Soros, Nouriel Roubini) han desplazado a sus adversarios del escenario mediático. Consideran que presagiaron la crisis y advirtieron las negativas consecuencias de la desregulación bancaria. Pero estos mensajes de alerta no condujeron a confrontar seriamente con la elite bancaria, ni a exigir penalizaciones de la conducta financiera.
Ahora comparten la indignación colectiva que suscitan las impúdicas bonificaciones a los financistas. Pero avalan el socorro a los banqueros con los mismos argumentos que difunden el establishment. En lugar de reclamar la nacionalización del sistema bancario, aceptan una socialización de las pérdidas que acrecienta la deuda pública y obliga al ajuste perpetuo del gasto social.
Los keynesianos denuncian los fraudes cometidos con apalancamientos y contabilidades engañosas. También denuncian los oscuros negocios realizados con el capital propio de las entidades, que debía respaldar la actividad crediticia. Pero presentan estas estafas como pecados personales de los especuladores, omitiendo que el propio capitalismo incentiva periódicamente distinto tipo de malversaciones, para extender el alcance del crédito.
En esos ciclos de auge son muy demandados los financistas con habilidades para inventar nuevas formas de endeudamiento. En estas operaciones se violan las reglas vigentes, para gestar burbujas que rinden enormes ganancias.
Los keynesianos atribuyen estos excesos a la ausencia de regulaciones y proponen resolver el problema con normas más estrictas. Consideran que la tendencia de los banqueros a perder la prudencia, obliga al estado a ejercer una supervisión más estricta. Señalan que esta acción es indispensable para contrarrestar la inclinación de los financistas la gestión imprudente.
Pero en el sistema bancario no faltan reglas. Al contrario, abundan las normas y los mecanismos de supervisión. Como los propios banqueros preservan un control indirecto sobre esas disposiciones, las auditorías no reducen finalmente la incertidumbre, ni acotan el riesgo. Mediante distintos lobbies, los financistas suelen manejar toda esa maraña legislativa desde las trastiendas del poder. Con esa digitación inutilizan los controles e impiden neutralizar la irrupción de un crack.
La estrecha familiaridad entre los funcionarios y los banqueros se acentuó en las últimas décadas, a través de las privatizaciones y las normas de independencia de los bancos centrales. Pero esta asociación no es coyuntural. Acompaña al capitalismo desde su nacimiento y ha sido indispensable para la continuidad de este modo de producción. Los keynesianos cuestionan solo los excesos de esa relación.
Es importante notar que ha sido esta estructura de reglamentaciones y no su abstracta ausencia, lo que precipitó la crisis reciente. Las entidades no sufren la periódica erosión de su eficacia por vacios legales, sino por el impacto de la acción competitiva. La compulsión a incrementar el beneficio autodestruye las regulaciones heredadas de los períodos precedentes.
La expectativa de evitar el crujido financiero con nuevas disposiciones legales recrea viejas ilusiones en gestar instrumentos mágicos para prevenir la crisis. Estas herramientas nunca existieron, ni serán creados, mientras reine la presión para valorizar el capital en circulación. Esta compulsión erosionó las regulaciones de posguerra y vuelve a socavar las normas introducidas en los últimos años.
Seguramente el actual desarreglo neoliberal será enmendado con supervisiones más estrictas. Pero otra secuencia de mayor desregulación volverá a irrumpir, cuando el capitalismo necesite recomponer la tasa de beneficio.
Los keynesianos idealizan las regulaciones que establecen los estados para ordenar el funcionamiento de los mercados. Suponen que estas normas definen la dinámica del negocio bancario, olvidando que estas disposiciones aportan esencialmente una garantía del poder público para los papeles en circulación. La vigencia de una u otra regla sólo viabiliza ese funcionamiento. Lo que permite la existencia del crédito y la moneda es un respaldo estatal que exhiba solidez y capacidad de reembolso.
La comprensión de este proceso requiere aceptar que el estado no es una entidad al servicio del bien común, sino un órgano de protección de las clases dominantes. Cómo los economistas heterodoxos no aceptan este principio, imaginan que se pueden corregir todos los defectos del sistema con simples ajustes en las regulaciones.
El socorro que recibieron los bancos en la crisis debería poner fin a estas fantasías, ya que ha sido muy visible cómo los financistas manejan los resortes del estado en las situaciones críticas. Pero esta lección no será asimilada por quiénes observan al capitalismo como un sistema perfectible y eterno.
VOLATILIDAD Y DESREGULACIÓN
Existe otra corriente de teóricos pos-keynesianos (Philip Arestis, Gerald Epstein), que enfatizan en forma más contundente la responsabilidad del neoliberalismo. Estiman que la liberalización financiera potenció la incertidumbre, tornó volátil la circulación de fondos e incentivó la aceleración de las operaciones sin cobertura. Consideran que se estimuló una desbocada carrera por ampliar las ganancias inmediatas, favoreciendo la introducción de reglas de portafolio y maximización bursátil que terminaron desestabilizando a los propios bancos.
Este diagnóstico retrata el impacto de una transformación que contribuyó a potenciar el descalabro de las entidades. Pero este cuestionamiento omite las líneas de continuidad que vinculan a la era keynesiana con el período neoliberal. La desregulación se implementó preservando un patrón de intervención estatal sobre el sistema financiero, manejado por un selecto y estable grupo de expertos.
Es cierto que han estallado más burbujas que en el pasado, pero se mantiene la vieja pauta de transferir las riendas del sistema a esa elite cuándo los bancos tambalean. La persistencia de este comando demuestra cuán erróneas son las contraposiciones absolutas entre regulación keynesiana y flexibilización liberal. Ambas modalidades difieren en la gestión corriente de los negocios, pero se reencuentran en los momentos de potencial colapso.
Esta familiaridad es desconocida por los economistas que contrastan a los banqueros con el resto de los capitalistas. Cómo ignoran la asociación existente entre ambos grupos, han quedado desconcertado por la reciente conversión de los financistas en defensores de la acción estatal. Con igual sorpresa reciben la escasa predisposición que muestran los industriales para introducir cambios en el esquema neoliberal.
Los pos-keynesianos han retomado viejos cuestionamientos morales a la actividad improductiva. Denuncian el descaro de Wall Street, la estafa de los ahorristas y el chantaje de las agencias calificadoras contra los países endeudados. Pero olvidan que la especulación es una actividad constitutiva y no opcional del capitalismo.
Los bancos no forman un mundo aparte. Operan como complemento de la inversión y lucran desenvolviendo una actividad requerida por sus pares del comercio y la producción. El capitalismo enteramente productivo que imagina la heterodoxia nunca existió. El sistema se reproduce con formas crediticias que inexorablemente resucitan la especulación.
Al observar la tiranía de los financistas como un mal divorciado de la acumulación, se olvida también el lugar estratégico que han ocupado los banqueros en la reorganización general del capitalismo neoliberal. Esa gravitación contribuyó a imponer el incremento general de la tasa de explotación que reclamó toda la clase dominante.
Mediante su control del crédito, los banqueros definen actualmente el curso del ajuste que demandan todos los capitalistas y comandan las drásticas cirugías sociales que requiere el sistema para reproducirse. Lejos de introducir una distorsión en el capitalismo contemporáneo han actuado en función de las necesidades de este modo de producción.
RETRACCIÓN DE LA DEMANDA
Otras interpretaciones de la heterodoxia -más vinculadas a la tradición de la Regulación y el Distribucionismo- subrayan las tensiones creadas por el neoliberalismo en la esfera de la demanda (Michel Aglietta, Robert Boyer, Thomas Palley). Destacan que el modelo actual contrajo los salarios, amplió el desempleo y ensanchó la desigualdad social, hasta provocar un serio deterioro del poder de compra. Esta retracción afecta la demanda y potencia las recesiones. Partiendo de esta caracterización se convoca a recomponer la vitalidad del consumo masivo, con medidas de ampliación del gasto público y cierta redistribución del ingreso.
Este enfoque destaca también el impacto generado por los nuevos rasgos patrimoniales que presenta el consumo de los sectores altos y medios. Como una parte de los recursos de estos segmentos ha sido convertido en bonos y acciones, las corrientes de compras dependen más del vaivén de la riqueza financiera que del comportamiento de los ingresos. Por esta razón los ciclos de apreciación bursátil e inmobiliaria impulsan la demanda y los períodos de pérdidas precipitan regresiones de las adquisiciones. Los factores que determinan la “confianza del consumidor” han quedado enlazados como nunca al vaivén financiero.
Esta vulnerabilidad del consumo se acrecienta, además, por su creciente sostén en el endeudamiento familiar. Mientras que durante la posguerra la evolución de la demanda estaba dictada por la mejora del salario, en las últimas dos décadas ha quedado directamente conectada a la evolución de los préstamos.
Frente al creciente deterioro del mercado laboral, los asalariados han recurrido al auxilio crediticio para sostener su nivel de vida. Sólo el astronómico volumen de estos pasivos ha preservado el circuito de las compras, en un contexto de reducido ahorro. Los cuestionamientos al “sobre-gasto” de las familias estadounidenses retratan este divorcio, entre crecientes adquisiciones y exiguos reaseguros financieros.
Pero la acertada descripción de estos desequilibrios omite que el neoliberalismo solo potenció una contradicción del capitalismo contemporáneo. Este sistema incentiva el consumo en gran escala, sin brindar una contraparte de ingresos superiores y estables. Por un lado alienta las adquisiciones como barómetro del logro individual e identificación del éxito con el dinero. Por otra parte bloquea la obtención de esas metas, al fragilizar los ingresos mediante la competencia laboral y la degradación del trabajo.
El capitalismo actual promueve el consumismo hedonístico y el utilitarismo auto-referencial, pero imposibilita el disfrute de estos hábitos al generalizar la incertidumbre laboral. Este tipo de contradicciones salió a flote primero en Estados Unidos, pero ya se verifica en todos países avanzados.
Los economistas heterodoxos presentan estos desequilibrios como perturbaciones de la demanda, que podrían superarse mediante la ampliación del consumo. Olvidan que el capitalismo no tiene remedios sustanciales para los problemas que genera con el poder adquisitivo. En su propio desarrollo incentiva objetivos contrapuestos, al propiciar la ampliación de las ventas y la obtención de ganancias con menores costos salariales. Ambas metas son incompatibles, ya que la búsqueda de beneficios con bajos sueldos deteriora la posibilidad de ensanchar los mercados. En última instancia, esta contradicción –que irrumpe periódicamente- deriva del divorcio existente entre las condiciones de valorización (tasa de explotación) y realización (volumen de ventas) del capital.
Al desconocer esta tensión, los heterodoxos suponen que se puede evitar el ajuste neoliberal con mayor demanda y crecimiento. Pero estas propuestas son archivadas a la hora de gobernar. En esos momentos se reemplaza el recetario reformista por las acciones que exige el establishment. Lo demostró Obama, al utilizar los fondos públicos para socorrer a los bancos en desmedro de las mejoras sociales.
El comportamiento de los presidentes socialdemócratas de Grecia, España o Portugal ha sido más descarado. Lanzaron brutales despidos y recortes de los salarios, que se ubican en la antítesis de la reactivación de la demanda. Este contraste entre discurso y realidad ilustra los obstáculos que enfrenta la concreción de los enunciados heterodoxos.
En la crisis ha salido a la superficie la escasa predisposición de las clases dominantes para implementar medidas de retorno al estado de bienestar. Todos los capitalistas aspiran a seguir usufructuando de las ventajas que obtuvieron con la ofensiva patronal.
Los poderosos buscan incluso aprovechar el pánico creado por el desempleo, para ensayar una nueva oleada de thatcherismo, que liquide todo resabio de conquistas sociales. Este curso es propiciado por el conjunto de los opresores y no solo por los financistas de Wall Street. La reactivación del consumo popular con mejoras sociales solo puede efectivizarse a través de la lucha popular.
La crisis confirma que el funcionamiento del capitalismo se ubica muy lejos del imaginario heterodoxo. Todas las ilusiones en una trayectoria de equidad dentro de este sistema son desmentidas por el curso de los acontecimientos. Estas creencias presuponen que los empresarios actúan al servicio de la sociedad y que los estados regulan la distribución equitativa de los recursos. El ajuste refuta esa visión y demuestra cómo se desenvuelve un régimen social manejado por banqueros y empresarios.
Estos desaciertos de las concepciones keynesianas inducen a buscar explicaciones en los enfoques que postula el marxismo.
ESTRECHEZ DEL CONSUMO
Los seguidores de Marx subrayan la responsabilidad del capitalismo en el estallido de la crisis. Consideran que estas convulsiones son inherentes al sistema y continuarán irrumpiendo mientras perdure este régimen social.
Pero dentro de un marco conceptual compartido, los partidarios de esta visión plantean distintas interpretaciones de la eclosión actual. Estas diferencias giran en torno a los principales desequilibrios del sistema. Son discrepancias que retoman controversias de larga data sobre los mecanismos determinantes de las crisis.
Una vertiente postula que la obstrucción de la demanda suscitada por la agresión neoliberal constituye la principal contradicción del capitalismo contemporáneo (Michel Husson, Alain Bhir). Atribuyen el debilitamiento del poder de compra a la propia acumulación, que divorcia el curso de la producción de la dinámica del consumo. Remarcan que esta fractura no puede remediarse con simples cambios de política económica
Esta mirada destaca que el debilitamiento de los sindicatos, la segmentación del trabajo y la flexibilización laboral han tornado más vulnerables las estructuras de la demanda, que se forjaron durante el estado de bienestar. La vieja norma de consumo estable ha sido reemplazada por modalidades de compra más imprevisibles. Esta inestabilidad bloquea la absorción de una canasta contemporánea de bienes, que ya no presenta la uniformidad de la producción en serie. El comportamiento de la demanda ha perdido previsibilidad, frente a la multiplicación de empleos flexibilizados, salarios inciertos y puestos de trabajo alternados.
Este enfoque permite notar cómo el incremento de la productividad, la informatización del proceso productivo y la aceleración de los ritmos de fabricación han acentuado la vulnerabilidad del consumo. La competencia despiadada obliga recortar el ciclo de vida de los productos y a lanzar nuevos diseños, antes de completar la amortización de las inversiones. Esta obsolescencia acelerada de las mercancías impone formas de consumo tan vertiginosas, cómo desconectadas del tiempo de vida útil de las mercancías. La compulsión a cambiar celulares, televisores o autos induce a desechar estos bienes antes de su aprovechamiento completo.
Esta visión conceptualiza acertadamente las obstrucciones que sufre la demanda, como desequilibrios de realización del valor de las mercancías. Los bienes fabricados en procesos de extracción de plusvalía necesitan venderse para consumar esa confiscación, pero la ausencia de compradores solventes impide concretar ese proceso. El mismo sistema que induce a producir mercancías con criterios de rentabilidad socava el poder de compra.
La norma del beneficio orienta además la producción en función de cálculos de mercado, que están divorciados de las necesidades prioritarias de la población. Las oscilaciones de la oferta y la demanda sólo registran en forma parcial y distorsionada estos requerimientos, mientras que el barómetro de la rentabilidad impide satisfacer las necesidades sociales.
Este enfoque describe como la agresión neoliberal ha creado un círculo vicioso de contracción de la demanda que obstruye la acumulación. También destaca que es improbable la atenuación de estos escollos mediante la reconstitución del estado de bienestar. Postula recuperar las conquistas perdidas a través de la lucha popular y convoca a un compromiso de los economistas con la batalla social.
Esta explicación demuestra que la competencia multiplica los desajustes en todos los modelos de capitalismo. En cualquiera de estos esquemas, los empresarios se encuentran empujados a reducir los ingresos de los asalariados, afectando la venta de los productos que necesitan colocar.
Esta contradicción obedece a una dualidad intrínseca del capitalismo que incentiva la producción ilimitada de valores de uso, restringiendo al mismo tiempo la absorción mercantil de los bienes. Este desequilibrio deriva en última instancia del acotado poder de compra que impone la distribución desigual del ingreso.
La división de la sociedad en clases acaudaladas y desposeídas se traduce no sólo en formas diferenciadas de consumo, sino también en severas restricciones a la digestión de los bienes fabricados. La estratificación clasista obstruye periódicamente la realización del valor, bloqueando la venta de las mercancías a precios compatibles con la ganancia esperada.
Al destacar cómo el capitalismo contemporáneo amplía la demanda sin crear una contraparte de ingresos mayores, este enfoque clarifica un determinante de la crisis en curso. Pero el peso efectivo de este desequilibrio y su grado de madurez son controvertibles. Un indicio del alcance limitado que presenta esta contradicción es el estallido de la crisis en la economía de mayor sobre-consumo del plantea (Estados Unidos) y su posterior extensión hacia otros regiones de alto nivel de demanda (Europa u Japón).
Esta localización indica la ausencia de un escenario general de sub-consumo. Más bien predomina una variedad situaciones diferenciadas. En el Primer Mundo prevalece un contexto de compras frágiles y extendidas, en las economías intermedias las adquisiciones están muy polarizadas y en la periferia la corriente de ventas es claramente insuficiente.
Conviene recordar, además, que el capitalismo tradicionalmente atemperó el estrangulamiento de la demanda, con la expansión del sector de equipamiento y bienes sofisticados. Estos contrapesos siguen operando y evitan la aparición de límites absolutos a la acumulación. El incremento de los salarios en comparación a la productividad o los beneficios ha quedado completamente rezagado, pero esta brecha se traduce en mayor desigualdad del ingreso y no en una retracción absoluta del consumo.
SOBREPRODUCCIÓN DE MERCANCIAS
Otra tesis marxista recoge las explicaciones que hacen hincapié en los excedentes de productos sin vender. Este tipo de sobreoferta irrumpió primero en las viviendas norteamericanas y se expandió posteriormente a varias ramas de la economía mundial (automóviles, siderurgia, textiles). La forma que asumen estos desequilibrios ha sido detalladamente expuesta por algunos teóricos (Robert Brenner).
Este enfoque considera el capitalismo soporta un deterioro estructural desde hace cuatro décadas. Destaca que el aumento de la rivalidad entre las grandes empresas ha generado un nivel de sobrantes que atosiga al mercado mundial.
Este efecto contrasta con el impacto tolerable que tuvo esa misma concurrencia en los años de posguerra. Mientras que inicialmente la economía mundial lograba cobijar el incremento simultáneo de la producción y el comercio, posteriormente ya no hubo cabida para todos. Alemania y Japón socavaron la supremacía industrial-comercial de Estados Unidos y los tres contrincantes quedaron entrampados en una agobiante concurrencia. El ingreso de China al capitalismo global acentúa estas tensiones e introduce una masa adicional de mercancías a la plétora de productos.
Esta mirada destaca cómo la sobreproducción corroe al capitalismo mediante batallas competitivas que generan sobrantes. La concurrencia impone un ritmo de fabricación, que desajusta la masa de bienes fabricados de los niveles de compra. Las empresas son empujadas a incrementar su productividad, mientras la competencia impide evaluar las posibilidades de colocación. Como la misma concurrencia obstruye la concertación entre firmas, los bolsones de excedentes reaparecen una y otra vez. Los capitalistas conocen estas consecuencias, pero no pueden amoldar el total producido a las necesidades de los consumidores.
El principal mérito de esta caracterización es resaltar el impacto actual de un viejo desequilibrio. Demuestra que los mercados inciertos, las demandas dudosas y las ganancias inseguras no disuaden la acción competitiva. Las batallas por bajar costos y desplazar a los concurrentes continúan a todo ritmo. Esta pugna empuja a la economía hacia precipicios tan indeseados como inexorables.
Esta visión no atribuye la crisis a errores de política económica, a desaciertos con las tasas de interés o a inconsistencias en los cálculos de la inversión. Ilustra cómo el desplome del nivel de actividad es un resultado objetivo de la compulsión competitiva. La rivalidad impide coordinar las acciones entre las distintas firmas y empuja a todos los participantes a soportar la multiplicación de los sobrantes.
Al resaltar estos desequilibrios se describe la forma en que el capitalismo es socavado por su propio dinamismo. Hay excedentes de mercancías por que se amplía la competencia, la inversión y la productividad. La crisis confirma que el sistema no padece estancamiento, sino imprevisibles niveles de actividad.
Esta mirada también permite notar la incidencia limitada que tienen los monopolios para bloquear el descontrol competitivo. Los rasgos deflacionarios que presenta la crisis actual corroboran esta observación. A diferencia de los años 70 los ajustes de competitividad entre las empresas no se procesan actualmente en un marco inflacionario. Incluso han aparecido varios indicios de reducciones absolutas de los precios.
Estas disminuciones serían inviables, si los monopolios contaran con fuerza suficiente para acordar una administración conjunta de la economía. En ese caso las firmas negociarían la redistribución de los mercados, manteniendo sus ganancias y niveles de precios.
¿Pero es suficiente el concepto de sobreproducción para dar cuenta de la crisis actual? ¿No involucra sólo al cimiento de otros mecanismos más determinantes de la convulsión? Estos interrogantes abren el debate. Particularmente controvertida es la caracterización de la modalidad actual de sobreproducción. Existen muchos indicios de que este desequilibrio no constituye un arrastre del período pre-liberal, sino un efecto de la reorganización impuesta por la mundialización neoliberal.
En esta reestructuración los sobrantes anteriores fueron digeridos y aparecieron nuevos excedentes, derivados de la competencia global por aumentos de la producción desgajados de la demanda local. Es problemático suponer que los excedentes se acumulan soslayando procesos depuratorios, cuándo el capitalismo no puede suspender este tipo de desvalorizaciones.
El propio funcionamiento del sistema lo obliga a transitar por sucesivos ciclos de revalorización y limpieza de capital. Lo novedoso es la gravitación que tiene el estado en estos procesos. Los funcionarios se encargan de rescatar a las empresas en quiebra para luego privatizarlas, mediante acciones que permiten un desagote coyuntural de la sobreproducción y facilitan la gestación de nuevas oleadas de excedentes.
DECLIVE DE LA TASA DE GANANCIA
Otra corriente de teóricos explica la crisis resaltando el comportamiento de la tasa de ganancia. Consideran que el descenso de esta variable socava estructuralmente al capitalismo, al deteriorar la meta primordial del sistema que es la rentabilidad (Andrew Kliman, Chris Harman, Guglielmo Carchedi).
Con esta caracterización se retoma un principio expuesto por Marx, para explicar cómo el promedio del beneficio tiende a contraerse junto al desenvolvimiento de la acumulación. La expansión de la inversión provoca esta declinación de la rentabilidad porcentual, al reducir la proporción del nuevo trabajo vivo incorporado a las mercancías, en relación al trabajo muerto ya objetivado previamente en las materias primas y la maquinaria. Al modificarse la relación entre estas dos variables (composición orgánica del capital) se produce una retracción de la tasa de beneficio. El promedio del lucro obtenido en proporción al capital invertido decae, por esta disminución relativa del trabajo directo de los asalariados.
Este movimiento se encuentra sujeto a ciertos contrapesos que permiten la continuidad de la acumulación. Es evidente que una declinación en flecha de la tasa de ganancia imposibilitaría la continuidad del capitalismo. Ciertas fuerzas compensatorias morigeran el declive, incentivando incrementos en la explotación de los trabajadores y abaratamientos del capital constante o variable. Pero dada la gravitación preeminente de las inversiones en maquinaria e instalaciones, ninguno de estos atenuantes logra frenar la disminución porcentual de la ganancia.
Algunas miradas consideran que este proceso empuja al capitalismo a una lánguida supervivencia. El decrecimiento estructural de la tasas de ganancia bloquea el dinamismo del sistema y provoca las traumáticas convulsiones que han salido a flote en la conmoción actual
Otras interpretaciones del mismo principio observan este impacto con mayor cautela. Estiman que la tasa de ganancia no ha seguido un declive invariable, sino un movimiento atenuado por la relativa recuperación del lucro en las últimas dos décadas. Atribuyen este respiro al incremento de la tasa de explotación que impuso el neoliberalismo. Pero evalúan que esa recomposición ha sido insuficiente para restaurar el promedio de posguerra y para asegurar un resurgimiento significativo de la acumulación.
Tanto el diagnóstico de deterioro persistente, cómo el enfoque de recomposición insuficiente de la tasa de ganancia, consideran que este proceso se desenvuelve preservando empresas obsoletas y capitales artificialmente revalorizados. La ausencia de depuraciones mantiene en pie a segmentos productivos inviables, cuya existencia perpetúa la crisis y obstruye la reorganización del capitalismo.
Este enfoque estima que la intervención del estado para socorrer a los bancos (y sus compañías deudoras) bloquea la “canibalización” mercantil que requiere el sistema, para consumar su periódico resurgimiento. Consideran que el capitalismo funciona como un vampiro: necesita regenerarse con cuotas de plusvalía que no logra obtener.
La importancia de esta interpretación radica en recordar que el sistema está socavado por su propia evolución. Si la tasa de beneficio se contrae junto a la expansión de la acumulación, el aumento de la inversión o la marcha de la competencia se confirma que el límite del capital es el capital mismo. La caída porcentual del beneficio que rodea a toda crisis no obedece a desaciertos en los negocios, a vaivenes naturales de la economía o a desmedidos apetitos de lucro, sino a un desequilibrio endógeno del modo de producción.
Siguiendo este razonamiento resulta posible observar cómo el escenario neoliberal ha incluido una secuencia de aumentos de la inversión, que incrementaron la gravitación de la maquinaria hasta afectar el porcentual del lucro. Los indicios de esta dinámica se verifican en el peso logrado por las compañías transnacionales que lideran la industrialización de Asia y en la informatización general del proceso productivo. Otro síntoma de la misma tendencia es la destrucción de empleos por cambios tecnológicos capital-intensivos.
Pero el análisis de la crisis partiendo exclusivamente de esta concepción contiene varios elementos controvertidos. Son numerosas las evidencias de recomposición de la tasa de ganancia en las últimas dos décadas. Esta restauración se consumó no sólo mediante el incremento de la tasa de explotación, sino también a través de un abaratamiento inicial de las materias primas y cierta depuración de las empresas.
Este dato es omitido cuándo se postula la existencia de una crisis continuada por bajo porcentual de lucro. Conviene no olvidar los contrapesos que desenvuelve el propio capital al deterioro de la tasa de ganancia y es importante registrar la dinámica fluctuante que sigue la ley de Marx, en las distintas etapas del capitalismo.
Las comparaciones con la posguerra exigen considerar, además, los nuevos comportamientos del nivel del beneficio en empresas transnacionales más globalizadas. Pero lo esencial es notar la reorganización capitalista que introdujo el neoliberalismo, mediante cirugías de empresas y depuraciones de capital.
FINANCIARIZACIÓN
Existe finalmente una corriente de teóricos marxistas que analiza la crisis en función de la hipertrofia financiera (Francois Chesnais, John Bellamy Foster). Destacan la gravitación de los capitales sobre-acumulados, que atiborran los mercados con montos superiores al promedio de la circulación bancaria. Este desborde suele ejemplificarse con las cifras siderales que rodean a las transacciones especulativas (financiarización).
Este impacto es atribuido a varias transformaciones contemporáneas. Desde los años 70 desapareció un referente objetivo para mensurar la gravitación de cada moneda, en función de las productividades nacionales (in-convertibilidad del dólar). Esa eliminación abrió un grifo para desbordes bancarios y bursátiles, que incentivaron la propensión a gestar burbujas.
Esta corrosión fue posteriormente potenciada por la privatización de las finanzas, que redujo las garantías brindadas por los estados para el desenvolvimiento del crédito. Los préstamos crecieron en forma explosiva y los resguardos se contrajeron en forma alarmante.
Finalmente la titularización de los bonos consumó una transferencia general del riesgo a múltiples acreedores del planeta. La expansión de los fondos de pensión y las carteras institucionales propagó internacionalmente las nuevas modalidades especulativas de administrar el ahorro.
Otra corriente de pensadores (Costas Lapavitsas, Alfredo Saad Filho, Drick Bryan) observan la financiarización desde un ángulo diferente. Presentan a este desequilibrio cómo un resultado del propio dinamismo de la reestructuración neoliberal. Estiman que durante este período los bancos enfrentaron la pérdida de su mercado tradicional de grandes compañías, que ahora se autofinancian. Por eso recurrieron a una ampliación de los créditos hipotecarios y de consumo. Pero este giro condujo a colocar préstamos entre asalariados ya endeudados y traumatizados por la precarización.
La financiarización convirtió además a las familias con deudas en unidades de cálculo, que deben auto-administrar sus erogaciones, seleccionando sistemas de pago, tasas de interés o tipos de crédito. Para orientar estas decisiones se ha difundido la nueva literatura que responsabiliza a cada individuo por el éxito o fracaso de sus elecciones.
Estos mecanismos no solo potencian la mercantilización de la vida cotidiana y la alienación del consumo. Cómo los asalariados gestionan su propio riesgo con ingresos decrecientes y vulnerables, terminan atrapados en situaciones de quebranto que se trasladan a los bancos y afectan al conjunto de la economía.
El principal mérito de estas visiones radica en la conexión que establece entre las turbulencias financieras y los desajustes estructurales del capitalismo. Las tensiones bancarias no son atribuidas a la malicia de los especuladores, sino a la multiplicidad de obstáculos que enfrenta el capital para su propia reproducción.
Esta caracterización cuestiona, además, la presentación usual de la estructura financiera, como un sistema de ahorros sabiamente canalizados hacia la producción o perversamente derrochados en la intermediación. El dinero que alimenta estos procesos es acertadamente conceptualizado como un derecho de apropiación de la plusvalía, que generan los trabajadores y confiscan los patrones.
De esta forma se esclarece el contenido social que rige a la moneda y el crédito, superando el fetichismo financiero que enceguece a la economía convencional. Con esta óptica se esclarecen los privilegios de clases que sostienen a la circulación del capital. Solo esta mirada permite evitar la presentación superficial del estallido actual como un error de funcionarios, un acto de irresponsabilidad bancaria o un efecto de apetencias especulativas.
Pero estos aciertos coexisten con varios problemas. Es vital establecer los nexos que vinculan la crisis financiera con sus determinantes productivos, para explicar las raíces de la convulsión actual. No hay que olvidar que las principales contradicciones del capitalismo continúan localizadas en la esfera de productiva. Allí se procesan las tensiones subyacentes que desestabilizan a la moneda y el crédito.
Los enfoques de la financiarización que reconocen el dinamismo del período neoliberal permiten aproximarse a esta comprensión, al registrar los nuevos desequilibrios creados por esa expansión en la esfera bancaria. Este esclarecimiento queda obstruido en las visiones que postulan la preeminencia de una etapa estancamiento, hegemonía parasitaria de los financistas o pura primacía de las actividades rentistas.
Con esta última mirada resulta difícil notar la estrecha asociación que presenta la crisis en curso, con la expansión geográfica y sectorial que registró el capitalismo durante las últimas décadas. El liderazgo de los banqueros ha permitido consumar una reorganización, que no sustituye la lógica de acumulación por la dinámica del saqueo.
TEORÍA Y POLÍTICA
Las controversias sobre la crisis están modificando el ambiente del pensamiento económico. Al cabo de dos décadas de silenciamiento se vislumbra un principio de rehabilitación del enfoque socialista. Resurgen las lecturas de “El Capital” y reaparecen los seguidores contemporáneos de ese texto. Si esta tendencia prospera, la concepción marxista recuperará autoridad política e intelectual. Esa recomposición es indispensable para desafiar la hegemonía intelectual que comparten los neoliberales con los keynesianos.
Pero la reconquista de este espacio exige actualizar también las distintas tradiciones de una corriente que impugna el capitalismo, cuestiona la explotación y propicia gestar sociedades igualitarias. Esa reconstrucción se desenvolverá conectando el pensamiento económico con la práctica política y evitando tanto los tecnicismos como los razonamientos abstractos. La tradición marxista es muy crítica con las especializaciones académicas ajenas a la lucha social y se ubica en las antípodas de cualquier segmentación entre economistas (que aportan diagnósticos) y cientistas políticos (que evalúan las consecuencias de esos escenarios).
En el marco de estos criterios comunes se procesan las actuales divergencias teóricas entre marxistas sobre el origen de la crisis. Son desinteligencias al interior de una cosmovisión compartida, que enfatiza la preeminencia de distintos desequilibrios en la determinación de la crisis. Qué estas contradicciones se ubiquen en la esfera del consumo, la producción, las ganancia o las finanzas no altera la caracterización central de la conmoción en curso, como una crisis sistémica del capitalismo.
Es importante recordar esta coincidencia básica para lograr un desenvolvimiento provechoso de las polémicas. También es vital notar que estas disidencias conceptuales no tienen correlatos políticos directos. De una misma interpretación de los desequilibrios económicos se pueden extraer conclusiones políticas divergentes y también es factible el proceso inverso. La existencia de estas mixturas refuta muchas simplificaciones. Ninguna teoría socialista de la crisis conduce de por sí a la moderación reformista o a la radicalidad revolucionaria.
Recogiendo el legado de un siglo de reflexiones teóricas es posible gestar una nueva combinación de análisis científico, crítica al capitalismo y práctica socialista. Esta búsqueda ya ha comenzado y los primeros resultados son muy alentadores.
6-10-2010
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TÍTULO: INTERPRETACIONES DE LA CRISIS
Autor: Claudio Katz
RESUMEN: Los neoliberales objetan la osadía de los banqueros, los desaciertos de los gobiernos y la irresponsabilidad de los deudores. No explican el apoyo a un socorro estatal que desmiente todas sus doctrinas. Analizan las conductas individuales, omitiendo los condicionantes objetivos y el impacto de concurrencia sobre las finanzas.
Los keynesianos cuestionan el descontrol oficial, la tolerancia de la especulación y la ausencia de regulaciones. Denuncian los fraudes, sin notar su conexión con la expansión del crédito. Las regulaciones ya son numerosas pero están socavadas por la competencia, mientras el estado protege a las clases dominantes en lugar de contribuir al bien común.
El continuado poder de la elite que supervisa a los bancos desmiente las contraposiciones absolutas entre regulación keynesiana y flexibilización liberal. Ambas modalidades se reencuentran en los momentos de colapso y convalidan la especulación, como una actividad constitutiva y no opcional del capitalismo.
La explicación de la crisis por el deterioro del poder adquisitivo resalta la vulnerabilidad de la demanda que ha generado el endeudamiento familiar. Pero el propio capitalismo incentiva el consumo sin permitir su disfrute. Propicia una ampliación de las ventas que contradice la reducción de los costos salariales.
Todos los enfoques marxistas remarcan los desequilibrios intrínsecos del sistema, pero existen varias interpretaciones de la crisis. Quiénes subrayan las tensiones entre la producción y el consumo que genera la estratificación clasista esclarecen un conflicto central de la economía actual. Pero debe evaluarse el grado de generalidad y madurez de este desequilibrio.
El énfasis en la sobreproducción permite notar el impacto de los excedentes generados con la mundialización. Pero esa fractura no es un arrastre del período pre-liberal y no anula la depuración de los capitales obsoletos.
El acento en la declinación porcentual de la tasa de ganancia confirma los desajustes creados por el aumento de la inversión, en un marco de creciente desempleo. Pero hay que notar cómo el aumento de la explotación y el abaratamiento de los insumos ha preservado el nivel de los beneficios.
Varias explicaciones financieras clarifican el contenido social de la moneda y el crédito. Destacan la corrosión provocada por la emisión de títulos, el giro de los bancos hacia los créditos de consumo y la gestión familiar del riesgo. Pero hay que vincular estas transformaciones con sus determinantes productivos y evitar lecturas centradas en el saqueo.
Las divergencias teóricas entre economistas marxistas no tienen correlatos políticos directos y alientan una nueva síntesis del análisis científico con la práctica socialista.